lunes, 26 de marzo de 2018

De nueva pluma

Las palabras contienen la pólvora que revienta certeramente una cavidad ocular apostada entre sus manos. Los recuerdos tal vez estén disueltos, seguramente lo estén, perdidos.

Las palabras se difuminan entre las imágenes que no dejan de ser sino lejanas, hundidas en el más absoluto sueño. Tal vez no sea recordar lo que hacemos, sino reescribir un texto mal borrado en el que veríamos las letras, algunas palabras, la intensidad del tras y otros borrones. Ciertos recuerdos se guardan como cuentos recitados y otros siguen su propia voluntad. Los únicos recuerdos que de veras pueden viajar en el tiempo son los gestos, los sabores, los olores y los sonidos; son estos los deliciosos sabores del presente que nos dicen cómo fuimos y cómo somos. El paralelo que viaja a través de los años y que me deja aquí plantado sobre el mismo asfalto que se machaca bajo el sol de mis huellas sin el menor ápice de reflexión, cuando en su día fue nuevo, desconocido, un momento perdido que viene pescado del océano.

Se me viene a la cabeza ese verano, del que sólo queda la mitad (y la mitad no es ni siquiera la mitad del tiempo real. Veo París, enorme y complejo, anónimo pues no pasé por ningún lugar preciso, tan anónimo como aquel momento de abandono y por un desesperado deseo de sentido. Desde entonces tan solo se ha marchitado el tiempo, aunque fue el inicio del viaje. Si en ese momento hubiese pensado en la magnitud de la indiferencia, jamás me habría sentado en el sillón amarillo, nunca hubiera podido esperar esa llamada; lo pienso, el precio del instante y las palabras que dejaron de flotar para transformarse en echo, en confesión y dulzura y en promesa.

¿Algún rincón, algún alivio queda? ¿Cuál es la propia realidad, dónde se delimita lo falso y lo verdadero? Y no pretendo hablar de hechos si no de perspectivas. Podría ver el final, la elección de una terrible realidad frete a otra, del inamovible e infranqueable coloso. Por otro lado, podemos escoger la gratitud, la eterna serenidad y consecuente paz que acompaña al sentimiento de saber que hemos obrado justamente; que jamás nos equivocamos, que escogimos con prudencia y sabiduría y que hoy recogemos los frutos de esa maravillosa gesta. Tal vez la tercera opción sea la más sensata: No tener ninguna certeza, no ceder al terror de las puertas cerradas, ni al alardeo ciego que no tiene en cuenta el azar, la suerte y el implacable poder de la naturaleza que no podemos controlar.

¿La única experiencia soportable sería una especie de pasividad despierta? Ser conscientes de nuestros actos, viendo la vida de frente, pues no podemos ser libres a escondidas, sin tomar las pertinentes decisiones en cada momento. Por eso el resto de las realidades no importan, porque la existencia es brutal, es de carne, de hueso, de nubes de desesperación y de briznas de hierba recién cortada.


Los productos pasados de decisiones no tomadas no son más que una forma de masturbación sádica. El hedor pútrido que desprende el que ingenuamente cree no equivocarse acabará sonriente mientras arde su fortuna o es tomado por idiota. No queda más que mirar de cara al tiempo. Estar seguro de que el fuego calienta mis manos y de que el silencia rasgado por una pluma es mi manantial. Saber con certeza que decidimos siendo otros, con otra inspiración, pero respirando el mismo polvo que se filtra y se hace oxígeno, el mismo que no nos atraganta (firme, pero sin certezas, el mismo, que bebemos hoy. 


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