Las palabras
contienen la pólvora que revienta certeramente una cavidad ocular apostada
entre sus manos. Los recuerdos tal vez estén disueltos, seguramente lo estén, perdidos.
Las palabras se
difuminan entre las imágenes que no dejan de ser sino lejanas, hundidas en el
más absoluto sueño. Tal vez no sea recordar lo que hacemos, sino reescribir un
texto mal borrado en el que veríamos las letras, algunas palabras, la intensidad
del tras y otros borrones. Ciertos recuerdos se guardan como cuentos recitados
y otros siguen su propia voluntad. Los únicos recuerdos que de veras pueden
viajar en el tiempo son los gestos, los sabores, los olores y los sonidos; son
estos los deliciosos sabores del presente que nos dicen cómo fuimos y cómo
somos. El paralelo que viaja a través de los años y que me deja aquí plantado
sobre el mismo asfalto que se machaca bajo el sol de mis huellas sin el menor
ápice de reflexión, cuando en su día fue nuevo, desconocido, un momento perdido
que viene pescado del océano.
Se me viene a
la cabeza ese verano, del que sólo queda la mitad (y la mitad no es ni siquiera
la mitad del tiempo real. Veo París, enorme y complejo, anónimo pues no pasé por
ningún lugar preciso, tan anónimo como aquel momento de abandono y por un
desesperado deseo de sentido. Desde entonces tan solo se ha marchitado el
tiempo, aunque fue el inicio del viaje. Si en ese momento hubiese pensado en la
magnitud de la indiferencia, jamás me habría sentado en el sillón amarillo,
nunca hubiera podido esperar esa llamada; lo pienso, el precio del instante y
las palabras que dejaron de flotar para transformarse en echo, en confesión y
dulzura y en promesa.
¿Algún rincón,
algún alivio queda? ¿Cuál es la propia realidad, dónde se delimita lo falso y
lo verdadero? Y no pretendo hablar de hechos si no de perspectivas. Podría ver el
final, la elección de una terrible realidad frete a otra, del inamovible e
infranqueable coloso. Por otro lado, podemos escoger la gratitud, la eterna
serenidad y consecuente paz que acompaña al sentimiento de saber que hemos
obrado justamente; que jamás nos equivocamos, que escogimos con prudencia y
sabiduría y que hoy recogemos los frutos de esa maravillosa gesta. Tal vez la
tercera opción sea la más sensata: No tener ninguna certeza, no ceder al terror
de las puertas cerradas, ni al alardeo ciego que no tiene en cuenta el azar, la
suerte y el implacable poder de la naturaleza que no podemos controlar.
¿La única
experiencia soportable sería una especie de pasividad despierta? Ser
conscientes de nuestros actos, viendo la vida de frente, pues no podemos ser
libres a escondidas, sin tomar las pertinentes decisiones en cada momento. Por
eso el resto de las realidades no importan, porque la existencia es brutal, es
de carne, de hueso, de nubes de desesperación y de briznas de hierba recién
cortada.
Los productos
pasados de decisiones no tomadas no son más que una forma de masturbación
sádica. El hedor pútrido que desprende el que ingenuamente cree no equivocarse
acabará sonriente mientras arde su fortuna o es tomado por idiota. No queda más
que mirar de cara al tiempo. Estar seguro de que el fuego calienta mis manos y
de que el silencia rasgado por una pluma es mi manantial. Saber con certeza que
decidimos siendo otros, con otra inspiración, pero respirando el mismo polvo
que se filtra y se hace oxígeno, el mismo que no nos atraganta (firme, pero sin
certezas, el mismo, que bebemos hoy.